Recientemente me encontré con un antiguo compañero con el que compartí unos años de zozobra profesional. Trabajábamos en una empresa lo suficientemente grande para ser conocida, y llena de todos los problemas que uno pudiera imaginarse. Y acabó cerrando. Recordábamos aquellos días en los que entre los directivos y mandos teníamos una relación campechana y cordial. Bromeábamos y teníamos charlas distendidas en los momentos de café, y muchos días coincidíamos tomando unas cañas a la salida del trabajo. Pero dentro de la oficina los problemas se sucedían uno tras otro, la tensión crecía, y éramos incapaces de prestarnos apoyo, de pedir ayuda, de buscar opciones, soluciones. En esos momentos de café o cañas nunca hablábamos de los problemas, salvo para poner de hoja perejil a nuestros superiores, a quienes culpábamos de los males de la empresa. Y teníamos razón. Toda la campechanía de derrochábamos fuera de la oficina se convertía en indiferencia, falta de apoyo y evitación de cualquier conflicto cuando estábamos en nuestros desempeños, aun a sabiendas de que aquello se iba a pique. Y se fue a pique. En el encuentro con aquel viejo amigo convinimos en que no hacía falta ser un lince para saber que se podía haber salvado la empresa.
La frase que da título al artículo es de Edwin Land. Es inquietante. Si la cortesía es la expresión de las buenas maneras, de la amabilidad o la afabilidad en nuestra interacción con otros. ¿Por qué iba a ser venenosa?
Una característica de los equipos de alto rendimiento es la confianza mutua, real, despojada de todo juicio. Los miembros de un equipo de alto rendimiento comparten el talento, se muestran vulnerables, no ocultan sus errores, piden ayuda, preguntan, no temen reacciones adversas, abordan los conflictos, de hecho, entienden que los conflictos se sitúan en la antesala de las mejores decisiones y soluciones, de las más creativas e impactantes, se muestran honestos entre sí, discuten abiertamente, con calor, con vehemencia, cuestionan las opiniones ajenas y las propias, argumentan, escuchan, escuchan de verdad, se retan…, y continúan juntos, trabajando.
¿Y qué pinta aquí la cortesía?
En efecto, un equipo de bajo rendimiento, es decir, lo habitual, pues el trabajo en equipo es un bien escaso, se ocupa de crear un espacio artificial en la gestión de las relaciones a través de la cortesía. Lencioni va más lejos y habla de armonía artificial. Basta reconocerse en alguno de estos comportamientos para saber que no hay confianza allá donde me encuentre. Si detesto las reuniones, si me preocupo por la imagen que los demás puedan tener de mí, si eludo o evito los conflictos, si no pido ayuda, si juzgo las decisiones de otros en su ausencia, si no reconozco los logros, si no reconozco mis errores, si no me atrevo a ir más allá de mis responsabilidades, si no ofrezco mi opinión o punto de vista, si no doy feedback…, y podría seguir con una buena ración de comportamientos limitantes fácilmente observables en cualquier empresa, es que en donde estoy no hay confianza, no la tengo en mí y no la tengo en los demás.
¿Y qué pinta aquí la cortesía? Y perdón por la iteración.
La clave de aquel fracaso que recordábamos fue la cortesía, la cortesía que enmascarada de campechanía nos hizo lo bastante débiles como para no afrontar ni enfrentar lo que ocurría, pero eso sí, de buen rollo. Era esa armonía artificial que encubría una ausencia de confianza, y que hacía algo más llevadera la convivencia en el trabajo, y el trabajo mismo, el mal trabajo. Han pasado muchos años desde entonces. He trabajado en otras empresas y en proyectos propios. Y desde las múltiples herramientas, la vida en primer lugar, he aprendido que la confianza es el sustrato estratégico para el éxito. El problema es que, como afirmaba antes, la colaboración, según la opinión de una inmensa e inteligente mayoría, es deseable y debería ser parte de lo habitual en cualquier tipo de organización, pero la realidad es que pocos se plantean desarrollar estrategias para potenciarla.
La colaboración necesita de la confianza, y la confianza exige generosidad. Y estos comportamientos y actitudes no son baladí. La confianza se aprende y se entrena, la generosidad se aprende y se entrena. Solo así un equipo no teme abordar los conflictos, no teme discutir apasionadamente, no temen ser críticos, porque todos saben que seguirán juntos creciendo y aprendiendo.
La conectividad de hoy cambia los procesos de trabajo, y con ello, se hace necesaria una recombinación del talento, de la gestión de la información y del conocimiento que necesita de unas relaciones fluidas, más consistentes, más profundas. Necesitaremos de las mejores habilidades y competencias en inteligencia interpersonal e intrapersonal para ofrecer nuestra mejor versión. Sólo así podremos crear las condiciones para la colaboración. Ya no basta mandar, hay que persuadir, seducir, enamorar, entusiasmar.
El éxito futuro dependerá de la capacidad que tengamos de gestionar relaciones más efectivas y profundas. De ser lo bastante competentes como para integrarnos en un equipo colaborativo y multidisciplinar, del desarrollo de nuestra inteligencia social.
No bastará con ser alguien muy cualificado y con experiencia. Si no sabes relacionarte, o si crees que no es importante, estás perdido. No bastará con incrementar las acciones y experiencias sobre el trabajo en equipo y la colaboración. No, si no van acompañados de procesos internos más intensos y movilizadores. La inteligencia colaborativa será el factor diferencial para el éxito en una sociedad hiperconectada y que cambia a una velocidad superior a nuestra capacidad de absorber los cambios que se producen.
Cómo cambian los tiempos.
Y, por favor, seamos corteses.
© 2016 – François Pérez Ayrault